El desencuentro y la falta de unión entre las principales fuerzas democráticas alemanas que no querían resignarse a ser uno de los integrantes de una amplia coalición, permitireron el ascenso del Partido Nacional Socilaista Alemán en 1933.
Hace 90 años, Alemania vivía un período político de extraordinarias convulsiones políticas, sociales y económicas. En marzo de 1933 un increíble líder del nuevo partido nacional socialista obrero alemán, conquistaba la mayoría parlamentaria en unas elecciones donde la asistencia del electorado había llegado casi al 90 por ciento.
El PNSO recibió el 43,91% de los votos: más de 17 millones de alemanes habían aprobado la ultraderechista línea política del flamante canciller (primer ministro) Adolf Hitler, que durante más de diez años había recorrido el camino de simple golpista hasta el ejecutor clave del poder de las grandes corporaciones alemanas.
La crisis económica mundial comenzada en 1929 había puesto fin a la “dorada década de los veinte” del gobierno de la “Gran Coalición” encabezada por los socialdemócratas. La desocupación y la recesión eran paliadas por una política de subsidios que no alcanzaba a reemplazar un sueldo normal. El último, corrupto y timorato gobierno del socialdemócrata German Müller no había conseguido calmar las protestas y los desmanes, provocados por el PNSO, en el marco de un gran respaldo de enfervorizadas muchedumbres.
El partido nazi, que en 1928 había obtenido el 2,3% de los votos, en cinco años se había alzado con casi el 50 por ciento de los sufragios y se convertía en la fuerza política mayoritaria, alimentada por la furia popular, que veía cómo los políticos eran comprados por esas grandes corporaciones para aprobar los presupuestos de rearme y la militarización del país.
Pese a que el PNSO se había hecho del poder, sus parlamentarios no alcanzaban a conformar una mayoría estable. Entonces, los nazis lanzaron una gran campaña de provocación, con atentados por todo el país. El principal fue el incendio del Reichstag, el edificio del parlamento, del que culparon a socialdemócratas y comunistas. Aunque judicialmente no se pudo incriminar a ninguno de los acusados, incluyendo al dirigente comunista búlgaro Jorge Dmitrov que había sido detenido como ejemplo para los migrantes de ese país que llegaban a Alemania, el incendio marcó el inicio de una gran ola represiva donde la policía fue “ayudada” por una nueva formación, la SA, los grupos de asalto creados en el seno del PNSO.
La “Ley para corregir la miserable posición del pueblo y del Reich” sancionada unos días después de las elecciones por el nuevo parlamento fue la clave para convertir a Hitler en dictador por un plazo de cuatro años (prolongado luego por dos veces).
El 1 de abril de ese mismo año 1933 se lanzó una campaña nacional de boicot a negocios y empresas pertenecientes a judíos. La SA conformaba la fuerza de choque de esta campaña pero en la destrucción y la agresión participó buena parte de la juventud alemana, a la que Hitler y sus secuaces habían convencido de que “la culpa la tenían los judíos”. Comenzaba así el exterminio masivo y la esclavitud de judíos habitantes en Alemania. Luego se extendería a todos los territorios ocupados por los nazis.
El 2 de mayo en Alemania fueron prohibidos los sindicatos. El 14 de julio les tocó el turno a todos los partidos políticos. En las elecciones parlamentarias extraordinarias realizadas en noviembre de ese mismo año, el único partido participante fue el PNSO. El 92,11% votó por sus candidatos…
Las elecciones fueron duramente vigiladas por la policía, la SA y una nueva formación hitleriana, las SS, formaciones militarizadas del PNSO, creadas para ejecutar la violencia contra los opositores del régimen y controlar la formación militar e ideológica de la juventud alemana, convirtiéndola en carne de cañón para las futuras e inminentes guerras.
El resultado de esta política criminal, aventurera y sin principios fue la incineración de Alemania en la hoguera de una guerra mundial provocada por el nazismo. Más de ocho millones de alemanes murieron en esta guerra y prácticamente todo el país quedó en ruinas y dividido en dos regiones enfrentadas entre sí.
El Tribunal de Nuremberg condenó a muerte a los principales cabecillas del nazismo. Su líder, Adolf Hitler, no tuvo la entereza de enfrentar el cadalso y se suicidó en su búnker berlinés, cuando los tanques soviéticos ya libraban el último combate, en mayo de 1945, en el centro de la otrora orgullosa capital imperial del Tercer Reich.
¿Cuál fue la causa para que un mísero cabo insignificante y sin cultura se convirtiera en sangriento dictador mundial, culpable de casi 80 millones de muertos en todo el mundo? La principal fue el desencuentro, la falta de unión entre las principales fuerzas democráticas alemanas. Los socialdemócratas, que habían sido gobierno hasta 1933, no querían resignarse a ser uno de los integrantes de una amplia coalición, con los mismos derechos que el resto de sus componentes.
Los comunistas, orientados por las directivas impartidas desde Moscú por José Stalin, consideraban a los socialdemócratas “traidores al proletariado” y, por lo tanto, de ninguna manera se prestarían a negociaciones para conformar una alianza.
Los líderes sindicales, cebados por las regalías y prebendas que recibían de los grandes grupos económicos, habían convertido la lucha por los derechos de los trabajadores en un negocio donde se traficaban subsidios y corruptas participaciones en operaciones non sanctas.
Sólo esos grandes grupos económicos, restablecidos tras la derrota en la Primera Guerra Mundial y alimentados por sus flamantes socios norteamericanos, ya desembarcados en Alemania, habían comprendido el gran poder carismático y la imponente fuerza de ariete que exhibía el antiguo cabo. En consecuencia, le suministraron los recursos necesarios y le franquearon el camino primero para desplazar al decrépito presidente, el general Paul von Hindenburg y luego para apoderarse del poder.
La recompensa para esos grandes grupos económicos fue la fenomenal campaña armamentística que lanzó Hitler y que fue totalmente capitalizada por ellos. Los mismos grupos que luego de la derrota del nazismo fueron restaurados por sus antiguos socios norteamericanos y se encargaron de proteger los restos del nazismo.
Me vino a la memoria, en rápido recorrido, esta historia. En estos días pareciera que ella tiene algún tipo de repercusión en el actual y abigarrado mosaico político nacional, donde euforias y villanías se entrelazan y forman finalmente una amenazante semejanza con aquellos episodios ocurridos en una lejana década del 30 del siglo pasado, en un ignoto escenario de la Vieja Europa.
Martín Niemöller, un pastor luterano alemán que inicialmente incluso saludó el acceso de Hitler al poder luego escribió:
«Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas,
guardé silencio,
ya que no era comunista,
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,
guardé silencio,
ya que no era socialdemócrata,
Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,
no protesté,
ya que no era sindicalista,
Cuando vinieron a llevarse a los judíos,
no protesté,
ya que no era judío,
Cuando vinieron a buscarme,
no había nadie más que pudiera protestar».
Si no tomamos conciencia de que estamos en el verdadero punto crítico de nuestra trayectoria democrática, popular y nacional, la historia se convierte en una agorera vidente…
Por Hernando Kleimans